Consulta

Yo sabia que podía llegar, pero esperaba que no. Me habían avisado que posiblemente esa noche me llamarían a Terapia Intensiva para esa familia. Finalmente llegó cuando eran las nueve cuarenta y cinco, se acababa la semana y a mi turno le quedaban apenas unas tres horas. Era un pedido de Terapia Intensiva, lo antes posible por favor. Uno de los médicos de planta junto a una enfermera tenían que cursar una importante comunicación a los padres de un paciente. Entramos todos al cuarto ataviados con la bata amarilla, los guantes azules de látex y las mascarillas que cuelgan de las orejas.

El cuarto estaba lleno de gente, había adultos sentados todos juntos en un pequeño sillón y niños de nueve años para abajo, el más chiquito jugaba con bloques de colores en un rincón. El médico se arrodilló para quedar a la altura de la mamá y le puso la mano en el hombro. Le dijo en voz pausada y tranquila que sentía mucho lo que había pasado. Yo me limité a pararme cerca tratando de no molestar y de que la mirada se mantuviera en objetos inanimados y carentes de emociones contagiosas que entorpecieran mi labor. Me presenté y procedí a repetir esas palabras, las del médico,  en español. La frase principal después de los preámbulos, que en realidad era una pregunta, no fue muy directa, como queriendo asegurarse de que se entienda sin necesidad de dar muchas explicaciones. Yo repitiendo siempre del inglés al español. Se oía a alguien que hablaba por teléfono, había también sollozos. 

Les hago una pregunta que le hacemos a todas las familias en esta situación, —comenzó a decir el doctor— ¿estarían interesados en que doctores especialistas hagan una inspección de los órganos del cuerpo para saber la causa exacta de la muerte? Los padres negaron con la cabeza mientras se miraban consultándose. El doctor y la enfermera se despidieron diciendo que los dejaban solos y que se tomaran todo el tiempo que necesiten. Mientras me alejaba hacia la puerta miré rápido para atrás por debajo del hombro y me imaginé que la escena podría ser la de un cuadro: el papá a un lado del sillón, los familiares amontonados alrededor y la mamá abrazando al bebé de color beige apenas envuelto en una sabanita de hospital.

La cruzante y el conductor


Parado en una esquina esperando un autobús que me llevara al hostal de Miami Beach, miraba para todos lados como encantado. Me encontraba recién llegado a Estados Unidos y había terminado el largo primer viaje en transporte público que había tomado en el aeropuerto. Todo era novedad y tenía por delante unos meses de toda una aventura que me llevaría a distintos lugares del gran país del norte.
Fue allí, parado esperando ese bus que se identificaba por una letra —quien sabe cuál— que tuve una visión que hasta hoy, tantos años más tarde, me acompaña. A pesar de todo este tiempo pasado, la recuerdo cada vez que ando caminando por las calles de alguna ciudad yanqui.

Una señora mayor, casi una viejita, empezaba a cruzar la calle por la zona marcada para peatones cuando un bus de los grandotes, esos que llevan grupos de turistas, llegó a la bocacalle con la intención de doblar en la avenida. Empezó a doblar cuando la señora empezaba recién a cruzar sin mosquearse y siguió caminando con su paso constante pero lento. Lo miré al conductor que, aunque tenía los brazos con las manos sobre el volante en perfecta posición de mover el mastodonte y completar la maniobra, se había congelado sin señal alguna de premura, mucho menos de impaciencia. Había en la escena algo que interrumpía el normal fluir de mis ideas, un contraste inusitado, una visión surrealista del mundo nueva y conflictiva con mi normalidad diaria.

 Mi mirada alternaba la visión de la ralentizada señora sobre las líneas blancas y el hombre frente al volante que la miraba de allá arriba. Los transeúntes y mis compañeros de espera en la “bus stop” observaban sus alrededores como si nada notable sucediera pero yo sentía olor a impaciencia inminente. La señora seguía su lento avanzar por la calle y, una vez que estuvo sobre la acera, el bus se empezó a mover para retomar su camino.



 Seguramente, una foto de mi cara tomada en ese escaso minuto que tomó la interacción entre la señora de la Florida y el conductor del bus, revelaría una expresión de tonto asombro.
Claro, aunque hoy ese proceder de orden urbano es normal en mi vida y yo mismo lo practico al mando de un vehículo, yo acababa de ser trasplantado desde salvajes tierras donde la ley del más grande es la que manda.

Las fiestas: ¡DECIME SI NO!

Las fiestas acá en estos nortes no son lo mismo que antes.

Si tenés diez años y vivís en este hemisferio norte donde yo vivo, las fiestas son un fiasco, un despropósito y un garrón.

Es que en esta época, salís para un receso escolar de 15 míseros días y ahí nomás se viene Navidad y año nuevo. El día es cortito, hace frescor y los árboles están mustios. Lo peor de todo es que se terminó la escuela hace unos pocos días y sabés que volvés, en poco tiempo volvés.
Digo yo, ¿podría estar pensando en las fiestas cuando tengo que estar metido entre paredes con frío y árboles pelados en el oscurantismo de días que se terminan a las cinco de la tarde? ¿Se le puede llamar “fiestas” cuando el vecino está metido adentro con las ventanas cerradas y no le podés gritar tus deseos de felicidad? ¿Me voy a aguantar la ansiedad de pensar que los regalos los voy disfrutar solamente por unos pocos días y después de eso, solamente los fines de semana?

No, este evento no es digno de vacaciones efímeras y pasajeras en mitad del año escolar. Estrenás año flamante y ahí nomás, ipso-facto,ya tenés que volver a la escuela. Y volvés al mismo grado, con la misma maestra y los mismos compañeros, como si nada hubiera cambiado. ¿Cómo puede ser que el año tiene número futurista y uno sigue en la misma aula? ¡Impensable!, una porquería de cambio.

Cuando yo era chico, allá en el sur del mundo, la cosa era muy distinta.
La primavera estaba en su esplendor y llegaba diciembre,¿no?
Los días largos, las flores y el calorcito de ventanas abiertas coincidían con un sentimiento muy anhelado: se terminan las clases. El verano ya se sentía por todos lados y todos andábamos de ánimos alegres. Uno se despedía con una “¡hasta el año que viene!” y se le agregaban otros deseos llenos de ánimo tipo: “¡feliz año nuevo!” y ¡feliz navidad!”, pura euforia.
Unos días más y empezaba la joda. Llegaban los abuelos y los tíos para organizar comidas de ventanas abiertas y músicas estridentes con grandes expectativas para los próximos tiempos. Pasaba el año nuevo y se venía una extensión de tiempo largo y maravilloso en que uno se iba a algún lado, a la playa por ejemplo, y todavía era tanto lo que quedaba de vacaciones que el regreso a la escuela se sentía muy distante, faltaba tanto pero tanto que ni pensar. Los regalos de navidad eran para disfrutarlos todos los días, no solamente los fines de semana. Para cuando llegaba el momento de empezar la escuela, el año ya tenía un número distinto y nos habíamos abastecido de suculentas historias para contar…

El cambio de año era un verdadero acontecimiento, llegaba con fiestas y nos podíamos quedar levantados hasta muy tarde porque la luz del día duraba como hasta las nueve o más. Un grado escolar había pasado para siempre y se venían esas expectativas de maestra o compañeros nuevos. Esos meses que faltaban, vistos desde en diciembre, parecían interminables. Un verdadero año nuevo con su correspondiente cambio: había terminado el ciclo anterior y lo recibíamos con la luminosa algarabía de las largas vacaciones. El próximo ciclo no llegaría sino hasta dentro de mucho tiempo.


Las clases empezaban cuando ya el verano entraba en decadencia, perfecta coincidencia climática que expresaba solidariamente la agonía de volver al aula. Volvíamos en un año distinto, a un grado nuevo y después de las largas vacaciones de verano.

ROMA

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Una fuente romana

EL SUR de Italia


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Sorrento

PUEBLOS

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TOSCANA

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Pontevechio