La España de charanga y pandereta

El tren que esperaba en la plataforma se veía muy antiguo. Era (y fue) el más viejo que tomaría en Europa. Se llama Talgo y es medio famoso en España. Tengo que reconocer que aunque se lo veía antiguo, tenía su estilo y romanticismo además de estar en un estado bastante impecable. Más tarde, conversando con el personal español del tren, me enteré que andaba a 140 kilómetros por hora. Y ése es el tren más viejito.
Había poca gente, mucho espacio y como ya era de noche, no se veía nada para afuera. Pasaron los funcionarios ferroviarios franceses pidiendo pasajes. Primera vez que me pedían el pasaje en todos los viajes que había hecho en Francia. Yo tenía mi pase y pagaba siempre mi reserva, pero nadie me los controlaba. Algo parecido en los trenes urbanos o metros de Alemania, no en los de larga distancia. Tanto en Hamburgo como en Colonia, me tomé el metro o subte y nunca pasé por ningún molinete o me pidieron el ticket.

Como siempre, en las paradas me bajo del tren y miro un poco alrededor. Pero los pueblos donde parábamos eran muy chicos y oscuros, no mucho para ver.

Uno conversa con la gente en estas situaciones y en este caso, me puse a conversar con un pibe medio raro, dijo que era tunecino o algeriano, no me acuerdo bien. Me pareció raro como hablaba el tipo, mitad en español, mitad en ingles. Lo raro que tenía era que estaba voladito. Más tarde lo confirmé, me sonreía como niño travieso, escondido entre los asientos, aspiraba algo de un papel de esos metalizados. Heroína, seguramente.

Subió la policía francesa a pedir pasaportes. Novedad para mí que creí que eso ya no pasaba más; Europa tiene fronteras abiertas, ¿no? No me lo habían pedido desde que llegué al aeropuerto de Estocolmo, excepto para validar el pase de tren. Los franceses muy correctos de sonrisa amable, casi ni me lo miraron.

A partir de ese momento, la entrada a España, todo cambió. Y no solamente porque podía expresarme en cualquier lado sin la preguntita “¿habla inglés?”. Había probado varias veces si podía hablar español o castellano, pero solamente una vez en Francia, en el barrio latino, encontré quien hablara español.

Decía que al cruzar la frontera franco-española todo cambió. Cambios agradables y otros que no tanto.
En el siguiente pueblo subió la policía española y a los gritos iban pidiendo pasaportes y documentos, se los escuchaba de lejos, de los otros vagones. Yo no sabía si era que se los venían pidiendo a todo el mundo o no. Llegaron a mi vagón, un hombre y una mujer uniformados y con chaleco antibalas, acompañados por perro ovejero alemán, el famoso perro policía, claro. Entraron y anunciaron con un grito: ¡policía, documentos y pasaportes! Yo tenía mi pasaporte atrás, en mi bolsillo oculto y ya lo tenía listo fuera del pantalón. Cuando puse las manos atrás, la mujer se desplazó por el pasillo hasta ubicarse atrás de mí. Pude captar una mirada entre ellos. Ahí me di cuenta de que mi movimiento de manos despertó cierta alarma. Saqué inmediatamente el pasaporte (el yanqui) y lo miraron muy por encima. Me lo devolvió con cara de Rambo y me dijo “está bien”. Más tarde, primo Enrique, residente en Europa de hace mucho, supuso que si hubiera sacado el argentino, me hubieran cuestionado o pedido que muestre los medios monetarios de un sudamericano de vacaciones en España.

El tren se puso en marcha y al poco tiempo apareció el “interventor”.

En Alemania, Dinamarca o Suecia, los encargados de controlar pasajes eran cordialmente fríos. Contestaban mis preguntas con amabilidad y alguna que otra sonrisa.

El Interventor en Renfe es el que se encarga de controlar los pasajes o billetes en los trenes, lo que en Argentina se llama "guarda". RENFE es la empresa española de trenes.

De la misma manera que la policía española me pareció un tanto agresiva y distinta al trato que venía recibiendo en el resto de Europa, este funcionario era bien distinto. Entró al vagón y empezó a pedir pasajes. Ahí alguien le hizo una pregunta y empezó a contestarla y a explayarse en la respuesta. En voz bien alta, habló del tiempo, criticó un poco al gobierno y otro poco a Renfe. Hizo algún chiste y siguió su ruta.

Más tarde, me fui a tomar un vinito al bar del tren. También había cambiado el personal, había una chica catalana, joven y casi tan alta como yo. Me encanta tomarme un cafecito mientras miro el paisaje de la ventanilla del tren, así que ya había largos ratos largos en esta parte de otros trenes. Igual que en mi comparación anterior, la atención en este caso fue bien distinta.

En Alemania o en Francia, los que atendían se limitaban a servirme y nada más. Esta chica me atendió, me preguntó de donde era, para donde iba y de donde venía. Más tarde llegó una Argentina residente en Francia que convidó alfajores que ella misma hacía, también el simpático Interventor y se armó una buena conversación llena de chistes.

Lamentablemente también fueron ellos los que me avisaron que no descuide el equipaje. Hasta ese momento, en ningún tren me habían advertido de algún problema de robos. Todo lo contrario, especialmente en Suecia.


Salida de París

Originalmente, había pensado visitar alguna de las ciudades famosas como Nice o Marseille (Niza o Marsella). Pero, para llegar en el mismo día a Barcelona como tenía planeado, no me coincidían los horarios y las combinaciones que podría haber hecho se hacían muy largas. Por eso elegí visitar Montpellier y la verdad, ¡fue una muy buena idea!

Me levanté muy temprano, hacia frío y me hice café con leche. Junté mis cosas que traté de no desparramar demasiado en el piso de mi cuarto prestado en los suburbios de París. Mientras preparaba mis pertenencias tratando de no hacer mucho ruido, le di una miradita al refugio de las últimas tres noches. Era el cuarto del hijo mayor de Lucy que estaba viviendo en el sur, en algún lugar que ya me olvidé. La cama era grande, cómoda y calentita, dormí muy bien ahí. En estas situaciones, es siempre muy importante mantener las pertenencias más bien juntas y en cierto orden porque es bien fácil dejar cosas olvidadas y se hace muy difícil recuperarlas. Siempre está el correo, claro. Pero si me olvidaba algo en casa de Lucy, la obligaba a ir al correo, mandar el paquete, lo que no es para nada barato, ponerla en molestias y gastos. No, mejor tener cuidado. Esas mañanas en que uno parte, hay que levantarse súper temprano y no se puede evitar cierto nerviosismo por perder el tren y que el plan para ese día se vaya al cuerno. Esa nebulosa sensación de “todo lo que podría haber hecho hoy si no hubiera perdido el tren”.

La noche anterior había llegado el mayor de los dos varones que vive al sur. Comimos juntos y aunque lo pensé, me olvidé de sacar la foto de la comida esa tan acogedora, tan chilena pero en Europa y tan familiar. Una linda escena que me quedó grabada en el recuerdo de París. Era comida casera cocinada por Lucy con alguna que otra cosita que yo había comprado como para contribuir. Fue lindo haber comido en la cocina –igual, en el living no había mesa- porque comer en la cocina es más acogedor, le da más aire de esa cosa cotidiana, cálida y hogareña.

Antes de irme, Lucy, que había establecido su dormitorio en un rincón del living del departamento, se despertó y nos despedimos.

Salí a la fría mañana del suburbio parisino, todavía estaba oscuro. Me tomé el Metró (que ya funcionaba perfectamente) hacia la estación Lyon de donde salía mi tren hacia el sur. Llegué con mucha anticipación así que tuve tiempo de dar unas cuantas vueltas, por la estación y por las calles de los alrededores, y sacar fotos. También, me puse a conversar con un conductor que se asomó por la pequeña ventanita de la trompa del tren que parece la de un avión. Él me lo confirmó: el tren circula a 220 kilómetros por hora. Mi último tren francés era, como los otros rápido, limpito y moderno. Aunque, honestamente, no se lo veía tan acogedor y moderno como los trenes suecos o alemanes. Tampoco como el tren rapido de Espana que es bien lindo y moderno. El francés era más rápido, eso sí.

Un argento en la estación parisina de LYON
Montpellier
En la ciudad de Montpellier tenía pensado pasar unas horas antes de tomar el tren hacia Barcelona.
Debido a los atentados en los trenes, la estación no contaba con guarda-equipaje. ES que todo guarda-equipaje debe contar con aparato de rayos X y no todas las estaciones estaban dotadas de esa tecnología. Para descubrir todo esto, tuve que subir y bajar las escaleras de la estación con mi mochila al hombro. El pibe que estaba a cargo de la oficina donde antes estaba este depósito de equipajes, no hablaba más que francés. Me explicó y me explicó y yo no entendí nada. Además, se lo veía bastante ofuscado e insistente, tal vez por el hecho de que yo no entendiera francés. Fue la única vez que me encontré con este tipo de situaciones a pesar de tantas historias que ya había oído al respecto. Lo más notable es que tenía pinta de árabe…
Salí a caminar por la ciudad pensando en tomar un café en algún lado y pedir ahí mismo que me cuiden la mochila.

Lo que tenía planeado era aprovechar mi pase de tren (lo podía usar todo el día) y visitar tal vez algún pueblo cercano a los Pirineos, límite entre España y Francia.
En la oficina de turismo pregunté donde podía dejar mi mochila y me indicaron que vaya al museo de arte. En el museo saqué la entrada más barata y ahí mismo me indicaron que debería dejar mi equipaje en la custodia. El que me indicó el camino hacia el guarda equipaje también parecía africano del norte y no tenía muy buena onda. Eso hasta que me preguntó de dónde era y yo le dije. Inmediatamente le cambió la cara, me sonrió e enseguida empezó a hablarme ¿de qué? Sí , de fútbol. La verdad, a muchos no nos apasiona tanto el fútbol, ¿no? Pero la conocida pasión argentina y nuestro equipo, bueno, malo o escandaloso, nos salva algunas veces.

Salí a caminar por las calles de Montpellier. Ya había notado que en el boulevard que parecía central, había una feria en la que vendían de todo y estaba lleno de gente. El sábado estaba soleado y agradable. Me senté en una mesita en la plaza, en una zona bien animada, y me pedí una jarrita de vino y una “omellette”. Fue la primera tarde europea en la que disfruté del solcito y de estar al aire libre desde que opuse el primer pie allá, en el norteño y frío Estocolmo. Cancelé todos los planes de visitar ningún otro pueblo francés y decidí tomar directamente el tren a Barcelona.

Mi viaje iba todos los días. Esa tarde en Montpellier me dediqué a una actividad que me encanta; caminar por las amplias peatonales y literalmente perderme en las callecitas de la parte más antigua de la ciudad. Estas callecitas europeas, creo que ya lo comenté, fueron una de las cosas que más me gustaron de mi viaje a Europa.
También, había una carpa amarilla brillante
en la plaza con una exposición especial de los productos de los Pirineos franceses. Vinos, dulces, quesos, artesanías y turismo. Muy interesante.
Francia me despidió muy bien, con un lindo día.