Una aventura en años adolescentes

Rauch

En las vacaciones de invierno de mi primer año en la escuela de Bolívar un compañero, Manuel Campos, me invitó al campo de su familia. Era una estancia cerca de un poblado bien chiquito: Casalins. Después, ese mismo año, a Campos lo echaron de la escuela. No hubo una sola razón sino varias, era cuestión de tiempo, era claro que tarde o temprano iban a tener que deshacerse de alguien así.

Pero esa es otra historia.

A partir de esa visita, Valentín Rueda y yo planeamos durante un tiempo hacer un viaje para visitar a Campos durante un fin de semana. Por supuesto, el viaje sería todo “a dedo” y en la escuela, nadie podía saber de nuestro plan porque, naturalmente, no nos dejarían ir. No sabíamos si Campos estaba en la estancia, tampoco sabíamos cómo íbamos a hacer para entrar con todo ese perrerío que te detecta ni bien pasás la tranquera, como a mil metros de las casas. Pero teníamos 17 años y esas cosas no eran tan importantes.

Salimos el viernes a la noche pensando en llegar al día siguiente a Casalins y, de ahí, a la estancia. Después de recorrer varios kilómetros en varios vehículos y un viaje en tren, llegábamos a Rauch a la 1 y media de la mañana. Nuestro promedio no estaba nada mal. Seguros que a la mañana siguiente estaríamos en Casalins, decidimos que el mejor lugar para intentar conseguir que alguien nos lleve era un cruce de caminos de donde salía esta ruta muy poco transitada que unía Rauch con Casalins. Estos caminos rurales poco transitados son buenos para hacer dedo, porque a pesar de que la espera se puede llegar a hacer eterna, generalmente, el que pasa te lleva.

Decidimos ir a tomar algo caliente –hacía un poco de frío- antes de instalarnos a esperar que alguien nos pare. Fuimos hasta la estación de servicio que se veía allá, a unos doscientos metros. Pedimos nuestros café con leche y, cuando nos íbamos a sentar, entraron unos policías. Nos hicieron pocas preguntas: que dónde íbamos, de dónde veníamos y qué pensábamos hacer esa noche. Les dijimos, no sin cierta alarma ya que la policía era mucho más de desconfiar que otra cosa, que si esa noche nadie nos llevaba, nos quedábamos en la estación de servicio. Después de terminar nuestras bebidas, salimos a la ruta. En pocos minutos aparecieron. Parado en la ruta de noche, cuando se acerca un vehículo lo único que se ve son las luces, no se sabe qué vehículo es excepto en el caso de los camiones con luces más altas y el ruido del motor. Cuando la camioneta de los policías se acercó, vimos las luces normales pero prendieron la “licuadora” del te

cho, como le decíamos a esas luces que daban vueltas y yo dije “¡huy, la cana!”. A pesar de que ellos mismos usan la palabrita, no les gusta que otros los llamen así. Pararon a nuestro lado y nos dijeron que iba a ser difícil conseguir quien nos lleve a esa hora. “¿Por qué no se vienen con nosotros a la comisaría y salen mañana temprano?”

¿Qué le podíamos haber dicho a esos dos canas a esa hora de la noche? Dos chicos de 16 o 17 años y con la poca experiencia de vida que teníamos. Otra historia hubiera sido si hubiéramos sido gente con alguna experiencia con canas. Nosotros no, nunca nada.

Además, nos hablaron con mucha amabilidad. Cuando íbamos a subir a sentarnos en los asientos de atrás, nos palparon de armas, lo que me dio mala espina. Me tranquilicé pensando que probablemente fuera un procedimiento de rutina para cualquiera que suba a ese vehículo. Para mí, fue la primera vez que me lo hacían.

En el camino a la comisaría, nos hablaron como padres o hermanos mayores. Nos dijeron que había mucha gente mala y que siempre teníamos que tener cuidado. Pero que no teníamos nada que preocuparnos porque en la comisaría era toda gente buena.

Entramos como pancho por su casa, con total tranquilidad y relajo. Saludamos con un afable “buenas noches”. ¿Habrán notado todos esos canas nuestra total inocencia? No creo que esos tipos hubieran estado muy acostumbrados a que entre gente a las 2 de la mañana de tan buen talante. Inmediatamente se desenmascararon. Nos miraron con cara de “¿y estos quiénes son?” los policías que nos habían llevado y que entraron atrás largaron enseguida su anuncio: “¡Estos dos menores estaban haciendo dedo en la ruta!”

A partir de ahí, empezó la aventura que no olvidaríamos por mucho tiempo. Nos hicieron pasar atrás del mostrador y nos revisaron, nos cuestionaron y a Rueda hasta le pegaron. A él le tocó primero vaciar su bolso y lo hizo con la misma parsimonia que cuando guardaba su ropa en la escuela, todo dobladito y prolijo. Un cana le puso un golpe en la cabeza y le dijo “¡apurate!”. Cuando llegó mi turno, di vuelta mi bolsito arriba de la silla. Cuando nos acusaron de ladrones nocturnos, Rueda aclaró que no era ningún ladrón y se ganó otros dos o tres golpes. Nos pidieron nuestros datos y llamaron a la escuela, supongo que para avisar que dos alumnos internos se habían escapado. El único truco que les jugué en toda la noche fue darles el número con dos dígitos cambiados. De esa manera, no podrían comunicarse. Y si les daba ocupado y lograban averiguar que el número estaba mal, sería muy lógico que en esa situación me hubiera confundido.

Casi al final nos avisaron que íbamos a pasar la noche en bolas en calabozo y nos ordenaron sacarnos la ropa. Dos veces nos lo dijeron y las dos veces nos quedamos ahí parados, petrificados, uno junto al otro y rodeados de canas de civil y de uniforme. Uno de ellos, que era mayor que el resto y probablemente estaba a cargo, nos regañó como un padre, asustándonos con que a esa hora cualquiera nos agarraba, nos rompía el culo y nos dejaba tirados en una zanja.

Parados todo el tiempo contra la pared en la recepción de esa comisaría de pueblo, tiritábamos en la angustia de no saber qué nos iba a pasar en lo que nos parecieron varias horas. Supongo que no habremos estado más de una hora “detenidos”.

Finalmente, este señor que jugaba el papel de padre disciplinario, sentado en un escritorio a nuestra derecha (me acuerdo muy bien de la escena), nos dijo que nos iba a dejar ir y respiramos aliviados. Le dijimos que "sí, señor" a todo lo que nos explicó que teníamos que hacer: que íbamos a volver a la escuela, que no nos iban a ver nunca más por Rauch y cosas así.

Los mismos canas que nos habían levantado en la ruta nos llevaron a la estación de tren y nos hicieron comprar los pasajes a Las Flores para desandar el camino. Se iban a quedar en la estación a despedirnos y asegurarse que nos subamos a ese tren pero recibieron una llamada por radio y parece que eso les hizo cambiar de planes. Nos amenazaron más de una vez con las cosas que nos podrían pasar si se enteraban que no nos habíamos subido al tren. Por supuesto que abordamos el tren respirando aliviados de habernos librado de esa gente. El viaje y la visita a la estancia de la familia Campos quedó en el olvido, agradecidos que habernos librado del trance de Rauch.

La aventura no terminó ahí. Una vez llegados a Las Flores, teníamos que seguir viaje. Preguntamos en la estación y nos indicaron que teníamos que caminar por una avenida, todo derecho, para llegar a la ruta hacia Olavarría. De ahí seguiríamos al norte, de vuelta hacia Bolívar. Eran las 3 ó 4 de la mañana, hacía frío y había niebla. Todos factores que sumaban profundo dramatismo a nuestra situación. Nos pusimos a caminar en la soledad y silencio de la noche sin dejar de comentar uno por uno los detalles de nuestra visita a la comisaría de Rauch que Rueda pronunciaba “Ráu”. Estábamos asustados por nuestra experiencia y un poco sugestionados. Supongo que teníamos una especie de síndrome del fugitivo, creíamos que éramos infractores a alguna ley común y que hasta que lleguemos de vuelta a nuestra normalidad, donde tengamos una buena explicación para estar donde estábamos o hacer lo que hacíamos, estaríamos siempre en riesgo de que nos vuelva a pasar algo así. La sugestión iba creciendo y cuando vimos pasar un auto de policía ―que siguió de largo― nos preocupamos de verdad. ¿Qué hacíamos si nos paraban? ¿Qué les decíamos que estábamos haciendo a las 3 de la mañana caminando por esa parte del pueblo? ¿Les contábamos la historia verdadera que nos ponía en una especie de categoría de exconvictos? ¿Y si nos detenían de nuevo por la misma razón, éramos doblemente infractores? ¿Nos castigarían con más rigor esa segunda vez?

Decidimos tomar una calle paralela, por la que íbamos estábamos demasiado expuestos.

La calle sin asfalto paralela era medio tétrica, estaba llena de barro porque había estado lloviendo bastante. Eran las afueras de un pueblo de la Provincia de Buenos Aires; casas humildes sin revoque, también muchos depósitos y galpones. Caminábamos en la desolación, no pasaba nadie. La niebla lo volvía todo más misterioso. Como en todo pueblo, los perros ladraban por todos lados, empieza uno y el coro de perros hasta con aulladores se escucha venir de todos los ángulos.

Un ruido interrumpió la calma. A nosotros nos pareció un disparo de arma de fuego. Nunca sabré si realmente fue eso o nuestra sugestión nos jugó una mala pasada. A los pocos minutos apareció un tipo que venía mitad corriendo, mitad caminando por el medio de la calle. Tenía un gamulán que con una mano sobre el abdomen mantenía cerrado. Llegó a una puerta grande de un galpón, la corrió un poco como para entrar y desapareció adentro. Podría haber sido una coincidencia pero para nosotros, en nuestra situación, el tipo estaba herido y había sido ese mismo disparo que habíamos escuchado hacía pocos minutos.

Llegamos a la ruta. Era uno de los accesos a Las Flores, un cruce importante pero sin estación de servicio como para sentarse y esperar que entre alguien a quien preguntarle directamente si nos podía llevar. En la esquina había un espacio grande lleno de camiones con sus camioneros que paraban a dormir. Eran más de las 4 y estaba por amanecer, los camiones empezarían a moverse en poco tiempo.

Estuvimos poco tiempo esperando hasta que nos paró un camión de los grandes, que andan un poco más rápido que el promedio y con una cabina más cómoda. Este camionero pasaría también a ser parte de nuestro relato porque era todo un personaje. Primero me insultó de mil maneras distintas por haber subido con los zapatos llenos de barro: “¡pelotudo, me llenaste todo de barro, ni a mi novia la dejo subir con los zapatos sucios!”. Esto, que en otro momento me podría haber preocupado, le dió un color divertido a nuestro frustrado viaje. Le contamos de nuestra aventura con la cana de Rauch y empezó a insultar a la policía. En su opinión nos habíamos salvado de una buena. Durante el resto del viaje nos contó varias historias con mujeres, de tipo porno, que habían sucedido arriba del camión.

Situación relativade Casalins,
Las Flores y Rauch.

Esto en 1980. Épocas feas en Argentina, la policía tenía total impunidad. Seguramente por esa misma comisaría habrá pasado algún que otro detenido-desparecido y delincuentes comunes que pasaban a ser víctimas de torturas y vejaciones varias, como acostumbran esas patotas uniformadas. Me imagino que no fuimos más que un divertimiento de un viernes a la noche para esos canas. También es posible que hayan sentido algún tipo de reivindicación moral al asustar a dos chicos inocentes para que tomen conciencia de los peligros de la vida, aprendan una buena lección y no les pase lo que ellos ya habrían visto cumpliendo de alguna manera con lo que considerarían, de alguna manera, su función social.

Llegamos de vuelta a la escuela el sábado a la tarde sintiéndonos como si hubiera pasado una semana desde que salimos. Les contamos nuestra aventura a los pocos compañeros que estaban en la escuela ese fin de semana y la historia con sus chistes derivados y connotaciones graciosas fue tema de conversación y referencia por unos años.